El Perú suele celebrarse a sí mismo como un país de emprendedores. Las cifras parecen confirmarlo: millones de pequeños negocios, mercados bulliciosos, creatividad cotidiana y una admirable capacidad para “salir adelante”. Sin embargo, si el emprendimiento fuera sinónimo automático de desarrollo, el Perú sería una potencia económica. No lo es. Algo, evidentemente, no cuadra.
Ese “algo” no es falta de talento ni de esfuerzo.
Es “idiocrasia económica”: una forma particular —y persistente— de
organizar la relación entre el emprendedor, el Estado y el mercado, cuyos
resultados no son accidentales, sino previsibles.
El contraste es ilustrativo. Mientras los gobiernos
europeos y la Unión Europea trabajan activamente para simplificar la
burocracia que enfrentan las pequeñas y medianas empresas —que representan
cerca del 99 % del tejido empresarial y generan la mayor parte del empleo—, el
entorno institucional peruano sigue siendo percibido como complejo, costoso y
punitivo.
En Europa, el apoyo estatal no es retórico.
Programas financiados con fondos públicos movilizan más de 200 mil millones
de euros hasta 2027 para PYMES, combinando préstamos, garantías,
subvenciones e inversión en capital. Existen microfinanzas para quienes inician
un negocio, y organismos como el European Innovation Council financian
startups innovadoras desde sus primeras etapas hasta su escalamiento. El
mensaje es claro: el Estado protege y acompaña al pequeño empresario.
Otro modelo, aún más contundente, es el chino. La
economía china no puede entenderse sin su cultura. A diferencia de Occidente
—donde el individuo es el centro—, en China el eje es la colectividad y la estabilidad.
Aunque formalmente comunista, Confucio sigue mandando más que Marx. El respeto
a la autoridad, la meritocracia, la disciplina y la educación como ascensor
social siguen siendo pilares culturales.
China no deja el desarrollo al azar del mercado,
pero tampoco elimina la iniciativa privada. Su modelo es un capitalismo bajo
dirección estatal. No forma profesionales genéricos, sino ingenieros,
técnicos, científicos y especialistas productivos. La educación responde al
modelo económico, no al revés.
Antes de exigir productividad, el Estado construye
el entorno: carreteras, puertos, zonas industriales, energía barata y
conectividad digital. El emprendedor chino no lucha contra el sistema; lo
aprovecha.
La lógica peruana es diametralmente opuesta. Aquí,
el Estado no es percibido como socio ni como árbitro, sino como una amenaza
latente. No necesariamente porque todos los funcionarios sean corruptos o
incompetentes, sino porque el sistema es impredecible, costoso y sancionador.
El Perú admira el esfuerzo, pero no lo organiza. Se
trabaja mucho, pero se planifica poco. Se celebra al emprendedor que abre su
negocio a las seis de la mañana y lo cierra a medianoche, pero no al que
invierte en procesos, tecnología o innovación.
Aquí aparece uno de los rasgos más claros de la "idiocrasia" económica peruana: se glorifica el sacrificio individual, pero
se desconfía del crecimiento estructurado.
En China, el emprendedor piensa: si crezco, el
Estado me apoyará.
En Europa, piensa: si cumplo, el sistema me protegerá.
En el Perú, piensa: si crezco, alguien vendrá a cobrarme.
Cambiar esta realidad no requiere “educar” al
emprendedor, sino reeducar al sistema. Cuando el crecimiento deje de ser
castigado y la formalidad deje de ser una amenaza, la famosa creatividad
peruana dejará de ser un mecanismo de supervivencia y se convertirá, por fin,
en desarrollo.
Como diría Asimov, con elegante crudeza: el
problema no es que el sistema no funcione; es que funciona exactamente como fue
diseñado.
Francisco
Sanjinez C.
Contadores Auditores Calderón y Asociados
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